12 de septiembre de 2013

Amores que no se olvidan

Los hombres (algunos) tenemos una relación especial con los coches; llegan a ser una extensión de nosotros mismos, y más cuando el ansiado Título de propiedad lo conseguimos con mucho esfuerzo. En este terreno tuve dos grandes amores: el incomparable Citroen 2CV, protagonista de tantas anécdotas, y el también "único" Fitito, el primer cuatro ruedas propio y leit motiv de esta nota.

El paso de los años relega al olvido hechos cotidianos y situaciones que por no ser relevantes se pierden en el tiempo. Pero algunas de esas vivencias siempre están presentes cuando alguna circunstancia las rescata del desván de los recuerdos, como puede ser una lluvia fuerte o las temidas inundaciones. Esto viene a cuento porque la noche pasada un aguacero con viento, truenos, rayos y centellas se abatió sobre la población. Una vez más me vino a la memoria lo ocurrido hace 38 años... en un Fiat 600 y en Argentina.

Reconozco que en esta nota algo tiene que ver también un ex colega de Reuter, Jorge Otaola, el orgulloso propietario de un Fitito que no hace mucho nos atosigó en Facebook con una campaña orientada a buscar un nombre para su preciado tesoro. Después de numerosas sugerencias, finalmente se decantó por "El rayo" turquesa, y allí va el bueno de Jorge por las rutas argentinas al volante de su querido y diminuto bólido, igual al que era mío, pero no turquesa sino celeste, muy parecidos.  El amigo Otaola se apacigüó un poco, pero dejó al 600 flotando en mi mente. Esto y la tormenta de anoche engendraron estos párrafos.

La anécdota comienza con las vacaciones del 74, que consistían en pasar una semana en Alta Gracia, Córdoba, en un hotel apartado de la ciudad y junto a un río. Hacia allí nos dirigimos Beatriz, Guillermo de un año y Pablo, de cuatro, en nuestro flamante Fiat 600, al que tuvimos que colocar el portaequipaje en el techo para las maletas y todo lo que pudieran necesitar dos niños de esas edades. Quien ha visto un 600 debe admitir que su capacidad es limitada. Salimos de Buenos Aires temprano en un día de mucho calor, que llegó a ser insoportable a la hora de la siesta. Pero el Fitito no se rindió y alcanzamos nuestro destino humeando y con el agua del radiador casi hirviendo.

Llegamos al hotel de noche después de cruzar un puente sobre el mencionado río. Cansados pero contentos nos dispusimos a pasar allí siete días de descanso, con sol y baños en el río. El primer día fue perfecto: Febo, naturaleza a tope, agua que corría mansamente, tranquilidad y buena comida. Pero fue el primero y último en esas condiciones....

El segundo día amaneció nublado pero lo aceptamos como una contingencia normal, ya mejoraría el tiempo. Así que nos dedicamos a comer y a tratar de entretener a los niños. Uno de ellos, Guillermo, comenzó a caminar precisamente allí.

El tercer día comenzó a llover. El humor de los huéspedes iba cambiando en consonancia con el tiempo. El agua del río ya no corría mansamente sino que el caudal aumentaba de manera alarmante. Paciencia y resignación, no cabía otra cosa.

El cuarto día comenzamos a preocuparnos seriamente; la lluvia no había cesado en ningún momento y veíamos que el nivel del río estaba a poco centímetros del puente. De seguir así las condiciones, en un día más sería imposible cruzarlo y quedaríamos atrapados hasta vaya uno a saber cuando, porque no existían partes meteorológicos y nadie podía asegurar nada. Había que tomar una decisión, y ésta fue la de irnos antes de que el agua llegara al puente. Cargamos el Fitito y partimos después del almuerzo; las vacaciones habían sido un desastre pero por lo menos habíamos podido salir de allí a tiempo. Luego supimos que el puente efectivamente había quedado intransitable.

Tomamos la ruta hacia Buenos Aires, pero con la intención de pasar la noche en algún lugar que nos ofreciera techo y comida. Tratamos de meter la mayor cantidad posible de cosas dentro del vehículo para que no se mojara. Todavía era de día, pero la visibilidad muy escasa debido a la cortina de agua. No sé por qué razón seguimos avanzando cuando lo más sensato hubiese sido quedarnos en algún pueblo a la brevedad posible. Todos sabemos las distancias que hay en Argentina; tal vez buscábamos alguna población y no veíamos ninguna.

De pronto se hizo de noche y quedamos librados a nuestra suerte. Dependíamos del Fitito porque estábamos en medio de la nada; no se veía a más de dos metros y el pavimento estaba cubierto de agua. Yo tenía la vista fija en el borde de la ruta para no salirme a la banquina porque si eso ocurría allí nos quedábamos. Los pocos vehículos que venían de frente, sobre todo camiones, nos echaban tanta agua que me tapaban la visión completamente. ¿Por qué negarlo? un frío me corrió por la espalda (es una manera de decir). Tenía miedo realmente pero era por Guillermo y Pablo, ajenos a todo.

Aferrado al volante del noble autito seguía adelante sin quitar la vista del borde del asfalto. No podía detenerme porque eso hubiese sido igual a una tragedia inevitable, había que seguir. Al frente la negrura era absoluta y la lluvia no paraba. No recuerdo lo que pensaba en esos momentos, quizás en el error de no haber parado mucho antes cuando estábamos todavía en las inmediaciones de Alta Gracia. Era tarde para arrepentimientos y había que continuar. Que el agua no alcanzara el sistema eléctrico del vehículo, por favor!!!!

No sabíamos dónde estábamos, sólo que era la ruta 8 y debíamos seguir por esa recta interminable en medio de una oscuridad total y con el limpiaparabrisas funcionando a toda velocidad, la única manera de tener algo de visibilidad; que no le pasara nada al coche! Los minutos se hacían horas y todo seguía igual.

De repente, muy lejos, en el horizonte y un poco a la derecha, alcanzamos a divisar una pequeña luz, un puntito blanco que subía y bajaba según los vaivenes del coche. Era el polo magnético de nuestra bújula imaginaria, ojalá la ruta nos llevara hacia allí, aunque si resultaba ser alguna casa a la que se accedía por un camino de tierra, había que olvidarse: salir del asfalto significaba quedarse enterrado en el barro.

Aunque era presa de la ansiedad no quería forzar la marcha de apenas 40/50 kilómetros por hora, no se podía ir más rápido. ¡Un cartel! A mano derecha vimos un cartel al que íbamos acercándonos. Recién a cinco metros pudimos leerlo: LA CARLOTA. ¡Estábamos cerca de una población! ¡Y bastante grande!
La luz poco a poco se hizo más grande y se transformó en varias luces dispersas que señalaban la presencia de....UN MOTEL! Justo lo que necesitábamos!


El momento en el que abandonamos la peligrosa ruta para tomar el acceso al motel debe haber tenido una descarga emocional que ahora no recuerdo pero es fácil imaginarlo. Estacionamos el 600 en un parking techado y apagué el motor. ¡Que alivio y que alegría! Y como si todo eso fuera poco, el motel tenía un restaurante y estaba abierto a pesar la hora (serían las 10 de la noche). Nos instalamos en la habitación y fuimos al comedor dispuestos a aceptar lo que pudieran prepararnos. Nos trajeron unas milanesas con papas fritas que sabían a gloria; es lo que recuerdo de esa noche.

Después de comer acostamos a los niños y entonces salí de la habitación y me acerqué al todavía chorreante 600. Apoyé una mano en la carrocería y besé la chapa mojada mientras por mi mente desfilaba una sucesión de imágenes de lo que pudo haber pasado. Vagamente recuerdo que fue un momento de catarsis de emociones contenidas. El pequeño Fitito no pudo haberse portado mejor. Seguramente a lo largo de su vida útil me habrá causado algún problema pero ni siquiera los recuerdo; con lo de esa noche, todo lo demás queda olvidado.
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